prisionUltimaReinaDeMallorca - senadocultural

Nicasio SERRET Y COMÍN (Valencia, 1849 - 1880)
1876. Óleo sobre lienzo, 268 * 372 cm.
Obra depositada por el MUSEO NACIONAL DEL PRADO en el Senado
Esta pintura representa un episodio de la historia de la Corona de Aragón, sucedido en tiempos de Pedro IV el Ceremonioso, el cual, tras una larga lucha con el rey mallorquín Jaime III, acabaría por conquistar Mallorca. En concreto, se refiere al momento en el que el rey aragonés ordena a su hermano que detenga a la reina de Mallorca, Constanza de Aragón, que era hermana de ambos: el Infante comisionado aparece a la izquierda con calzas rojas, mientras su esposo, el último rey mallorquín, a la derecha, trata de retenerla. Así se cuenta en los Anales de la Historia de Aragón de Zurita, que inspiraron al pintor: "El rey de Aragón, Don Pedro IV, mandó al Infante su hermano, fuese provisto de gente al alojamiento de los Reyes de Mallorca y llevase a su alcázar de grado o por fuerza a la Reina de Mallorca. Llegado el Infante y recibido por los Reyes mallorquines, le respondió la Reina que holgaría mucho de ello si el Rey su marido, que estaba presente, lo tuviese por bien; y el Rey de Mallorca dijo que no quería que fuese. A esto replicó el Infante que, quisiese o no quisiese, iría, y que él lo quería y lo mandaba, y como Procurador general de sus reinos la podía compeler a ello; y mandó a la Reina que se levantase y le siguiese, y el Rey de Mallorca, con gran furia, dijo que aquella era violencia y que se le hacía fuerza estando debajo de salvo conducto. Y el Infante le respondió que así había de pasar, pues el Rey lo quería, y que la Reina vino luego al palacio del Rey".
La obra figuró en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1876, donde obtuvo una medalla de segunda clase. Los críticos, no obstante, fueron bastante severos con ella. El de El Siglo Futuro se lamenta de la falta de expresión, y se pregunta "dónde esta aquella gran furia, con que nos dice el cronista aragonés que el rey de Mallorca protestó contra la violencia que le arrebataba a su esposa"; también se sorprende de la arquitectura: "al observar el desnivel de las paredes de la estancia donde ocurre el suceso, paredes de cartón, por cierto, sin perspectiva ni solidez, imagínase uno que la buena fama del pintor, indignada de la obra, ha minado los cimientos". Este mismo sentido del humor inspira a Granés y Vallejo que consideran "trajes de guadarropía" los del rey y el infante, en tanto que "de mármol por lo implegable" el de la reina; y, a propósito del pie del infante de Aragón, añaden esta postdata: "Los compradores de terrenos por pies cuadrados deben elegir como unidad de medida el pie soberano pintado por el señor Serret, que a decir verdad es todo un soberano pie".
La obra adolece, desde luego, de una excesiva teatralidad, mucho más acusada en las forzadas actitudes del rey Jaime III y de su cuñado, el Infante de Aragón, que parecen haberse detenido a declamar en el momento culminante de un drama, ante un hipotético público, mientras los "segundos actores", las damas de la reina, a la derecha, y los soldados de Pedro IV, a la izquierda, contemplan atentos, pero como si estuvieran sometidos a un papel, su momento de intervenir. Tal simplicidad, que denota poca soltura en el oficio, se reconoce también en la caracterización de los tipos y, sobre todo, en la ejecución, con un dibujo escolar y una factura muy superficial, más propia de un aprendiz que de un maestro. A pesar de tales rémoras, la pintura posee algún encanto, gracias a la sencillez arqueológica de ese interior gótico, tan lejos de la parafernalia habitual, y, en particular, a causa de su vivo y animado colorido, que produce un grato efecto decorativo global. A esa simpatía que produce la pintura contribuye también la interpretación que se hace del tema, con ese aire de cuento antiguo y fantástico, que parece extraído de alguna leyenda remota.
El tema, aunque como tal es excepcional dentro de la pintura de historia, hay que ponerlo en relación, tanto argumental como plástica, con otra célebre prisión, la de Blanca de Navarra, que pintaron, entre otros, Eduardo Rosales y Emilio Sala, y, sin duda, hubo de servir para aprovechar su fondo poético: una joven mujer desposeída del trono por la fuerza de un varón de su entorno. Este tipo de episodios sirven para indagar sobre el fatalismo de algunos personajes históricos, y, en particular, sobre el victimismo de las mujeres, cuya fragilidad, que se muestra como innata a su condición, las hace más vulnerables a los avatares de la historia, y, en definitiva, se prestan mejor, a generar la emoción argumental que debía poseer la pintura. (Texto de Carlos Reyero Hermosilla, dentro del libro "El Arte en el Senado", editado por el Senado, Madrid, 1999, pág. 304 y 306).