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Fernando ÁLVAREZ DE SOTOMAYOR (Ferrol, A Coruña, 1875 - Madrid, 1960)
Óleo sobre lienzo, 85 * 70 cm
Nacido en Ferrol, hijo de un oficial de marina, Sotomayor estudió en El Escorial y en Toledo. Comenzó los estudios universitarios de Ingeniería, así como los de Derecho y Filosofía, pero al final triunfó su vocación por la pintura. En 1892 entró en el taller de Manuel Domín-guez, con quien trabajó en la decoración del Ministerio de Fomento. En 1899 obtuvo la pensión para la Academia de Roma, que le permitió no sólo estudiar las obras de los grandes maestros italianos, sino también la pintura impresionista en París y los museos de Holanda. Tras su regreso a Madrid en 1904, ganaría varios premios en exposiciones nacionales e internacionales. En 1908 fue contratado corno profesor en la Escuela de Bellas Artes de Santiago de Chile, de la cual llegó a ser director en 1911. En 1915, de vuelta en España, se convirtió en pintor de corte del rey Alfonso XIII y retratista del gran mundo. Director del Museo del Prado desde 1922, al llegar la República dimitió de su cargo, que recuperaría tras la guerra civil y conservaría hasta su muerte. También en 1922 ingresó en la Academia de San Fernando, de la que fue director a partir de 1953.
En sus paisajes y paysanneries de su Galicia natal y en sus escenas de caza, Sotomayor parece asumir la herencia de Sorolla. Pero su especialidad era el retrato; por su estudio de la calle Villanueva (y más tarde de la plaza de Cánovas) desfiló toda la aristocracia. Si en su retrato de Alfonso XIII (1920) Sotomayor sigue las efigies regias de Velázquez, en La baronesa de Alard adopta las fórmulas del retratismo inglés de Reynolds, Gainsborough y Lawrence. La obra explota el contraste convencional entre el tratamiento de la figura y el del fondo. El rostro está dibujado con una atención sutil a ciertos detalles, como los ojos claros y miopes, la decaída sonrisa en los labios o el cuello exageradamente alargado, que sugieren una gracia delicada y frágil. Pero desde los hombros hacia abajo, la factura se vuelve suelta, abocetada, con brochazos vigorosos, en una pura exhibición de virtuosismo. Al unirse el vestido con el fondo, se produce un efecto teatral: la piel desnuda de la dama emerge de la oscuridad como una aparición. Y el área verdosa que rodea la cabeza confiere al rostro un resplandor peculiar, una especie de aura. (Texto de Guillermo Solana Díez, dentro del libro "El Arte en el Senado", editado por el Senado, Madrid, 1999, pág. 364).